Después de estas semanas de ausencia, vuelvo. Con las pilas
cargadas al 100% y con muchas ganas de contaros nuevas aventuras. Ya sabéis que
el verano es un no parar. Una época de mucho movimiento y cambio que yo
aprovecho para conocer nuevos lugares, de los que dejar constancia en La Brújula.
Y ahora sí que sí, comenzamos. Y como no puede ser de otra
manera, con la promesa que os hice en mi último post: contaros lo que me deparó
el flanco derecho de la ya conocidísima, por todos los lectores de la Brújula, Vía del Corso. Os
adelanto, porque me queman los dedos sobre el teclado y las ganas por dentro,
que aquí me he encontrado con una de las maravillas del mundo, para mí.
Abandonamos la
Vía del Corso para adentrarnos en sus calles y recorridos
paralelos, justo al otro lado de donde antes dejamos la Fontana di Trevi o la Plaza de España. Ahora era
el turno, por ejemplo, de pasar junto al Palazzo Chigi, sede actual del
gobierno italiano. De ahí que fuera casi imposible, ni siquiera, acceder al
obelisco que corona la plaza que hay justo en la entrada principal del
edificio.
Los ‘carabinieri’ te vigilan y observan, cual terrorista
cargado de explosivos. Parece como si su férreo adiestramiento les impidiera
darse cuenta de que apenas eres un turista cargado con una mochila en la que el
arma más peligrosa que puedes llevar es una cámara de fotos, preparada para
‘disparar’ cualquier detalle de tu visita. Pero bueno… cosas de ministros y
presidentes, que nunca entenderé.
La siguiente parada ya es la mía. Aquella de la que ya os
hablaba al inicio. La maravilla de mi tour por Italia. Apenas a unos metros de
distancia del Templo de Adriano, y en el centro de la Plaza de la Rotonda se eleva el
Panteón de Agripa. Con mayúsculas y muchas exclamaciones (que nos trascribo
aquí, para evitar que penséis que grito).
La ‘joya’, ha sido mimada por las diversas civilizaciones
que desde el año 27 a.C.
lo han contemplado. Y la verdad es que no es para menos, pues la estructura
circular del edificio soporta una de las mayores cúpulas de la Antigüedad. Como
os decía y ahora me reitero: una verdadera joya.
El óculo de la cúpula, abierto al exterior, deja pasar un
haz de luz que invade el lugar y a los que allí se encuentran. Una visión que
impide bajar la mirada y cerrar la boca. Yo, incluso, opté por tirarme al suelo
y no perder detalle. En ese momento fue cuando bajé la mirada y me di cuenta de
la solución a una deficiencia que yo, arquitecta por amor y obligación, le
encontraba a la construcción romana. Y es que el agua de lluvia que penetra por
el óculo es absorbida por unas perforaciones que hay en el suelo. Todo pensado,
señores. Los romanos no dejaban cabos sueltos.
Y así me despedía de esta maravilla, aprendiendo un poquito
más de arquitectura romana y, como siempre, con la promesa de volver.
El Panteón, tal y como reza en el dintel del pórtico
principal bajo el frontón, fue obra del cónsul Marco Agripa. En su origen fue
espacio destinado al culto de los dioses. Pero más tarde, fue reconvertido en
el lugar de descanso eterno de reyes. Aunque también hay quien sin llevar
corona de monarca se ha ganado su hueco en uno de sus nichos. Este es el caso
del artista renacentista: Rafael.
Al salir, buscábamos la conocida escultura del Elefante de
Bernini. Y allí, a unos escasos metros del Panteón se hallaba. El elefante
porta un obelisco sobre su cuerpo, algo que yo desconocía hasta el momento.
Perdón por la torpeza, pero o mi profesora de historia del arte lo pasó por
alto, o mi dichosa memoria selectiva ha vuelto a actuar.
De plaza en plaza y tiro porque me toca. Bueno en este caso
le toca a la enorme Plaza Navona, con sus cenadores y terracitas para degustar
los manjares italianos, a los que ya le dedicaré otro de mis posts, que ésos
merecen mención aparte.
La elipse que forma la plaza acoge en su interior otra de
las más importantes obras públicas del artista por excelencia de las calles de
Roma: Bernini. En este caso, La
Fuente de los Cuatro Ríos, que representa los más importantes
caudales de la geografía mundial: Río de la Plata, Nilo, Ganges y Danubio.
Una de las frases que más me gusta es esa que dice que: el
arte no se encuentra tan solo en los museos. Hace referencia, generalmente, a
los artistas callejeros que no han tenido su hueco. Pero yo he decidido
aplicarla a lo que me pasó gracias a mi particular guía italiana, para mí, mi
hermana. Ella es una amante de Caravaggio, el importantísimo pintor barroco. Y
quería que yo lo conociera también. Siempre me había hablado de él, y decidió
que era el momento de presenciar su obra de cerca. En vivo y en directo.
Y ahora es cuando la frase que os comentaba, cobra su sentido.
Las obras de Caravaggio se encuentran repartidas por los más prestigiosos
museos del mundo: la National Gallery,
los Museos Vaticanos, el Louvre… Pero en Roma, el pintor dejó algunos de sus
cuadros a sus compatriotas y en un lugar gratuito. Casi como si estuvieran
escondidos. Se trata de la
Iglesia de San Luis de los Franceses. Allí se encuentra por
ejemplo, la segunda versión de la obra San Mateo y el Ángel. Sí, la segunda,
pues la primera tuvo que ser destruida porque se mostraba al evangelista con un
aspecto descuidado. Y es que Caravaggio tenía como modelos de sus obras a
personas de las clases más bajas de la sociedad: vagabundos, prostitutas,… Una
elección que no era bien acogida en la época.
Termino mi recorrido en la Plaza del Poppolo, en el extremo norte de la Vía del Corso. Bajo el
obelisco que se alza en la plaza se halla una de las pocas estaciones de metro
de la ciudad, si lo comparamos con ciudades como Madrid. Eso sí, no os recomiendo
este medio de transporte a no ser que no haya alternativa. Su deterioro, la
escasez de trenes y la tardanza entre unos y otros, puede llevaros a la
desesperación.
Y hasta aquí por el momento. Me despido, no sin antes
prometeros que no tendréis que esperar tantos días para mi siguiente
publicación. Prometido (sin cruzar los dedos). ¡Hasta muy muy muyyyy pronto!
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