miércoles, 20 de marzo de 2013

La importancia del agua y el abrazo de la naturaleza




Esta vez le toca el turno a mi tierra. A Extremadura. A su corazón. A una vegetación que se afana en ocultar un tesoro de siglos de antigüedad. Nos acercamos a la Ruta de los Molinos, sobre la ladera de la sierra de Montánchez. 

Iniciamos nuestro viaje en el pequeño municipio cacereño de Arroyomolinos. Ya desde la carretera podemos observar la principal actividad agrícola de la que viven los vecinos de la localidad. Principalmente las higueras y las vides son los cultivos que abrazan Arroyomolinos. Aunque, sin duda, son las higueras las que ganan este duelo.
 
Imagino que muchos ya os habréis dado cuenta de la coincidencia del nombre del pequeño pueblo con la denominación de la ruta. Y es que así es. Existe una conexión. La localidad debe su nombre a la Garganta que desciende por la sierra de Montánchez, municipio en el que acabaremos nuestra ruta, y que se sitúa en el punto más alto de esta sierra. La garganta está jalonada por molinos harineros que prestan su nombre al pueblo.

Gracias a las indicaciones de algunos vecinos arrancamos nuestro viaje en una vieja fuente de piedra, con un gran abrevadero donde algunas disfrutan de su descanso. Volvemos la cabeza y ahí, delante de nosotros, y sin apenas darnos cuenta de su presencia, se halla el primero de nuestros molinos. Silencioso y afectado por el paso del tiempo.


Seguimos nuestro camino, hasta ahora está perfectamente asfaltado. A ambos lados de la calzada, se van sucediendo huertos y olivares arados. En una de estas parcelas un ‘chozo’. En los pueblos de la provincia de Cáceres este tipo de construcciones son muy habituales. Tienen forma circular, con el techo cónico de escobas secas, y la estructura de palos o piedras. En la antigüedad constituían la vivienda habitual de pastores o agricultores. Sin embargo, hoy día se utilizan para guardar los aperos de labranza. 

Dejamos el tercer molino a la derecha, y continúa la subida aún por una calzada asfaltada. Los árboles frutales nos van dando sombra desde ambos lados del camino aunque, de vez en cuando, se alternan con las nubes que, desde hace un rato, han hecho su aparición en el cielo azul. Olivos milenarios también se convierten en compañeros de viaje. Sus troncos no pueden disimular su avanzada edad. Los años y las condiciones climatológicas han marcado su piel.
 
Un descenso en el camino da paso al primero de los obstáculos. La corriente de agua, procedente del Arroyo de los Molinos, deja el camino dividido en dos. El riachuelo da paso a una vereda de tierra y piedras. Unas enormes pasaderas de piedra, permiten atravesarlo sin mayor dificultad.


Cada vez es más difícil transcurrir por la senda. El aguarzo, la retama y la escoba se esfuerzan por evitar el paso. Y, ante nosotros, el quinto molino. En este caso, su rehabilitación permite diferenciar mejor sus partes. El origen de algunas de estas construcciones se remonta a la época romana, aunque los más recientes datan del siglo XIX. La mayor parte de ellos están construidos en mampostería aunque hay algunos en los que se pueden observar unos perfectos sillares. La molienda suponía un proceso muy interesante, pues los molineros, se ponían de acuerdo para especificar el día de la suelta del agua de una charca, construida en el arroyo y a una considerable altura. Así  aumentaba el caudal y se lograba que el agua llegara en más cantidad a los molinos. Algunos de éstos, y gracias a su disposición, podían moler con el agua que ya había utilizado el anterior. Con este sistema, podemos decir que se producía un aprovechamiento muy racional del líquido.

Prácticamente todos los molinos se componían de: una alberca, una conducción o acequia, un alto pozo que se denomina cubo y un cuarto donde estaban los mecanismos de molienda. El agua, pasaba de la Charca por la Acequia y caía al Cubo. El molinero esperaba a que este se llenara totalmente y cuando esto sucedía abría una pequeña compuerta denominada Saetín. Ésta, situada en la base del Cubo, al abrirla dejaba escapar el agua que por causa de la fuerte presión con la que salía, movía las palas del giratorio Rodezno. Éste, a través de un fuerte tronco denominado Maza, transmitía el movimiento a la piedra superior o Volandera que con su giro sobre la piedra inferior o Solera (sin movimiento) procedía a moler el grano. 


De nuevo en el camino y vislumbrando el sexto molino, continuamos subiendo por la ladera de la montaña, que transcurre paralela al arroyo de los molinos. Las piedras que cubren el suelo no pueden ocultar las señales del tiempo. El paso de las bestias por ellas les ha dejado daños irreparables. El agua también ha dejado cicatrices de difícil curación. Las lluvias y los riachuelos han erosionado el suelo por el que pisamos.

No tardamos en llegar al séptimo y octavo molino harinero. A esta altura se oye cada vez mejor la banda sonora que nos acompaña desde el principio del trayecto. La música inigualable del agua descendiendo con fuerza sobre la montaña.

La vegetación ha cambiado. El helecho cubre ahora el monte. No hay mejor lugar que este trayecto del camino para este tipo de planta. La humedad que le otorga la Garganta se convierte en su mejor aliada. En este tramo vislumbramos una enorme charca seca cubierta de una fresca vegetación. Deducimos que en su día se trató de la Charca de la Suelta, de la que se servían todos los molinos.

El noveno molino hace su aparición directamente en el camino. En este caso, hay que ir más allá. El granito de la acequia se convierte en una pasarela para el viajero intrépido que desee llegar hasta el alto pozo y presenciar un precipicio desde el que se oye intensamente la fuerza del agua. Desde esta perspectiva, parece que volásemos. 

Continuamos con el ascenso y los molinos se sitúan cada vez más cerca unos de otros. La vegetación vuelve a cambiar y, aunque los helechos no abandonan la senda, robles y nogales se erigen como los dueños del paisaje. Un descenso en el empinado camino, y el agua aparece como si de arte de magia se tratara. Una cascada vierte con fuerza su líquido cristalino. Hay que atravesar la corriente. De nuevo, unas pasaderas de grandes dimensiones se convierten en el cayado del viajero. Ya, al otro lado del torrente, el décimo quinto molino se hace visible. 

En la zona el agua es un bien preciado, pero lo fue aún más en el pasado. Ya en la cima, como no, una fuente de vida. Un caño escupe agua subterránea con fuerza. Un descanso a su lado es la mejor solución para continuar el camino hasta Montánchez y su majestuosa sorpresa.

En la distancia es perceptible el regalo que Montánchez nos tiene preparado: su castillo. De enormes dimensiones y con sus almenas aún perceptibles nos esperavigilando el municipio. Un paraguas de hojas verdes cubre el cielo y un impresionante Bosque de Castaños nos abraza. La frondosidad muestra una gran explosión de verdor y frescor en primavera. 

Para dirigirnos hacia dicho castillo, una calzada empedrada rememora las antiguas vías romanas. La antigua fortaleza se encuentra en un lugar de apreciable importancia estratégica, sobre un elevado cerro de la localidad. Constituye un fiel exponente de lo que fueron los castillos de la Reconquista en la Edad Media.

Y aquí ponemos fin a algunos de los secretos mejor guardados de las tierras cacereñas del sur. Aquellas que aún hoy conservan los restos que distintas civilizaciones dejaron marcado en su rostro.





 

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