jueves, 31 de enero de 2013

Asís, ocho años esperándote


Seguro que muchos habréis oído hablar de San Francisco de Asís y, sobre todo, de las consecuencias de su obra: los franciscanos. Una congregación que ha llegado hasta nuestros días y, por supuesto, a nuestro país.

A mí también me sonaban los franciscanos. Pero solo eran eso, palabras que llegan a tus oídos y que pasan sin dejar rastro. Sin embargo, eso cambió hace ocho años cuando el esfuerzo o el azar (según se mire), me llevaron a Estambul para participar en un proyecto internacional con alumnos de otros institutos europeos. Allí conocí a una gran amiga, hoy día una hermana: María. Ella me presentó su instituto y la ciudad que lo acoge: Assisi. Asís, si nos acogemos a la traducción en castellano. El entusiasmo que transmitían sus palabras a la hora de describirme la ciudad era contagioso. Y como todo llega, aquí está mi visita, que superó con creces la que había imaginado: Increíble.

Asís es otro rinconcito de la provincia italiana de Perugia, en la región de Umbria. Yo fui en coche, con dos guías de lujo. Mi hermanita italiana, María, y su encantadora amiga Elisa, ahora también la mía. Y digo bien, que se trata de dos guías de lujo, ambas fotógrafas de vocación y médicas de profesión. Además, Elisa me contó que durante un tiempo había vivido en Assisi, así que ¿quién mejor que ella para hablarme de la localidad y su historia?



Durante el trayecto en coche, veíamos en lo alto de la cima de una montaña la que fuera cuna del Santo. La basílica aumentaba de tamaño conforme nos acercábamos a ella, de la misma manera que aumentaban mis ganas de visitar el lugar del que tantas veces me habían hablado.

Nada más llegar encauzamos la Vía Frate Elia, con destino a la Basílica de San Francisco. Y cuando casi llegamos, ante nosotros se abrió una plaza porticada sencilla pero con un encanto especial, que adelantaba lo que nos encontraríamos.


Y es que justo al atravesar la plaza se eleva la Basílica, la que conforman dos iglesias, una inferior y más antigua, y otra elevada sobre ella. Nuestras guías nos adentran por el pórtico de la inferior. Una vez en el interior, descendemos por una pequeñas escaleras, por las que no somos los únicos en transitar. Todos los visitantes y el recorrido de las velas parecen apuntar al mismo sitio. El secreto mejor guardado.
Patio Interior del monasterio de San Francisco

Parece tratarse de una especie de cripta, en la que la luz se va apagando, oscureciendo la estancia, invadida por un silencio sepulcral. Y nunca mejor dicho. Al fondo, una pequeña sepultura de piedra guarda los restos de San Francisco. Junto a ella un gran número de fieles se arrodillan para realizar sus súplicas o dejarle flores.

Recordando aún la infinita fe de los que allí dejamos, salimos del lugar en dirección al enorme patio interior del monasterio. A esas horas el sol brilla y se refleja sobre la piedra blanca del edificio. Unas estrechas escaleras nos llevan hasta la iglesia superior, muy diferente a la inferior, la que ahora se encuentra bajo nuestros pies. La de arriba es elevada y muy iluminada, con enormes frescos sobre las bóvedas y paredes. Pero, algo llama mi atención. Faltan frescos, parecen dibujos sin acabar o que han sido sustituidos por parches de cemento. Rápidamente Elisa y María lo explican todo.

 En septiembre de 1997 un fuerte terremoto sacudió la región, provocando graves daños. La Basílica no pudo resistir la sacudida, que causó enormes grietas y el derrumbe de partes de la bóveda. El trabajo de restauración fue minucioso, aunque aún es posible ver las secuelas del seísmo.

Como ya os he comentado, mis conocimientos sobre San Francisco no eran muy amplios. Pero los frescos del artista Giotto que narran los momentos claves de la vida del religioso y las explicaciones de mis amigas, me ayudaron a conocerlo un poco más y a que ahora pueda contároslo.

Hijo de un importante comerciante, San Francisco nació en el seno de una familia acomodada. Sin embargo, decidió renunciar a las riquezas y dejarlo todo para vivir de manera austera y al servicio de los pobres. Su ejemplo fue seguido y con el tiempo ganando adeptos, dando lugar a la orden de los franciscanos.

Tras salir de la basílica, la baja luz de la tarde inunda un enorme jardín, con la palabra Pax en flores moradas sobre el césped, a la que acompaña el símbolo del santo, su cruz. Desde este amplio espacio es posible admirar el paisaje que recorrimos para llegar y algunos de sus pueblos salpicando la zona. 

Continuamos caminando, y adentrándonos en las callejuelas de Asís, dejando atrás la iglesia en piedra casi blanca, homenaje al santo y sus mensajes.

Una vez leí que Asís había sido nombrada centro de espiritualidad y de paz. Ahora puedo decir que es un título que cumple sobradamente. El silencio de sus calles, el encanto de su enclave y su historia dan buena muestra de ello. Me podría haber quedado allí durante días, pero había que continuar.



Recorrimos sus calles empedradas, admirando los escaparates de artesanía local y souvenirs. Hay muchos establecimientos de costura: ropa para el hogar realizada con el típico punto de Asís. Yo ya tengo mi pañuelo, regalo de mi familia italiana.

Punto de costura típico de Asís
 Por cierto, en el Corso Giuseppe Mazzini me llevé una sorpresa. Los romanos también estuvieron aquí. Allí está el Templo de Minerva y justo enfrente de él, las banderas ondean en una enorme fachada de piedra tostada. Se trata del ayuntamiento, que mira hacia la fuente de los leones de piedra con un agua que hiela.

Templo de Minerva
Y a partir de ahí comenzamos a descender por el pueblo, pero para ello elegimos calles más estrechas, menos frecuentadas por los turistas pero con el mismo o, incluso, más encanto. El silencio las inunda y solo los pasos sobre los rollos de piedra lo interrumpen. 

Y así llegamos a otra iglesia, la de Santa Clara. La religiosa, impulsora de las Clarisas, constituye la rama femenina de la obra de los franciscanos. La fachada frontal de su iglesia se abre en un mirador desde el que es posible admirar la verde y frondosa región.

Y así dije adiós a Asís. Aunque más que un adiós, yo preferiría un hasta luego, pues espero no tardar ocho años en regresar a una ciudad que ya tiene reservado un lugar muy especial en mi memoria. 






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